El desecho de sentir
Están ahí, entre la memoria y el descarte, sosteniendo un último destello antes del olvido.
Podrían haber sido un regalo, una disculpa, una celebración.
Flores que tuvieron intención, presencia, sentido.
Y ahora, no son más que restos de lo cotidiano, se vuelven testigos mudos de todo lo que dejamos atrás.
Como si las flores se resistieran a morir del todo, como si aún conservaran fragmentos de lo que alguna vez fueron —gestos, emociones, historias pequeñas.
Son lo que queda después del sentimiento: los restos hermosos de algo que ya pasó.
Vivimos en una época donde todo se usa y se tira, incluso lo que sentimos.
Archivamos experiencias, reemplazamos vínculos, reciclamos emociones.
Nos acostumbramos a una belleza que sólo dura mientras es novedad.
Y cuando su momento pasa, lo envolvemos en plástico y lo tiramos, como si desprendernos de lo material pudiera borrar también el eco emocional que deja.
Esta imagen refleja una sociedad marcada por el egoísmo y el consumo excesivo, por lo inmediato, el vértigo y el vacío.
Nos movemos rápido, demasiado rápido, intentando llenar con cosas lo que no sabemos habitar con silencio.
Las flores en la basura son un retrato de este tiempo:
Un recordatorio silencioso de que todo lo que tiramos alguna vez nos hizo sentir algo.
Y que quizá, lo más triste no es verlas ahí, sino saber que todavía nos conmueven.